viernes, 24 de febrero de 2012

William Klein

Desde los 11 años se ha tomado el arte como un reto: revolucionar los cánones estéticos. Y lo ha logrado. Pintor, cineasta y fotógrafo apasionado de las escenas callejeras, este creador alérgico a las normas es uno de los grandes renovadores de la fotografía

Brillante y sarcástico, un artista versátil que no dudó en saltar de la pintura a la fotografía y de ésta, al cine para volver a la pintura mezclándola con imágenes fotográficas, un creador cuyas incursiones en el mundo de la moda sirvieron para introducir nuevas técnicas que se han explotado hasta la saciedad en las últimas décadas. Durante su larga y variada trayectoria, Klein ha luchado por ser independiente por encima de todo, su única motivación ha sido seguir una vocación que se manifestó de forma precoz y que prácticamente ha desarrollado en París, donde vive desde que contrajo matrimonio con Jeanne Florin, lejos del Nueva York que lo vio crecer y de un país que de forma tardía ha sabido brindarle el reconocimiento que merece.



El Semanal. Fue un niño judío muy adelantado que vivía en un barrio humilde irlandés. ¿Qué recuerdos tiene de su niñez?
William Klein. Nueva York es un lugar un tanto peligroso para crecer en sus calles. Éramos pobres y recuerdo que siempre nos estábamos peleando. Por suerte, cuando tuve 14 años, el MOMA se convirtió en un segundo hogar para mí. Fui a una escuela para alumnos aventajados durante cuatro años y estudiar allí significaba que podías acudir gratis durante dos años también a un city college de una de las mejores universidades de América. Allí, las universidades son muy caras, así que fui muy afortunado por entrar en esa escuela y asegurarme un sitio en la facultad. Si los estudiantes tenían buenas notas, no se prestaba mucha atención a la asistencia, podíamos ir y venir. Para mí y dos de mis amigos, las clases eran muy aburridas, sólo nos interesaba el arte. Era, además, una escuela muy política, los estudiantes hablaban todo el día de Stalin y Trotsky y a mí me aburría. Nuestros problemas eran más del tipo cómo convertirte en artista, qué es un artista y qué va a pasarnos. El MOMA ahora es como el Vaticano –si quieres ver la exposición de Matisse tienes que esperar una cola y un policía te pregunta si tienes el ticket o no–. Pero a finales de los 40, estaba casi vacío y podías ver todo lo relacionado con el mundo del arte. Lo que más nos interesaba eran las películas. Íbamos a verlas y hacíamos ruido, por ejemplo, en ‘Camile’, cuando Greta Garbo se está muriendo y aparecía Robert Taylor con ese pelo… nos moríamos de la risa. La gente, mientras, lloraba y nos pedía que nos callásemos. También veíamos filmes suecos con subtítulos en húngaro que nadie podía entender o de Frizt Lane sin subtítulos en inglés con ese alemán tan gótico. Después, hablábamos de esas películas y discutíamos durante horas. Ésa era nuestra ocupación.
E.S.¿Cuándo descubrió que quería ser artista?
W. K. A los diez o los once años ya quería ser pintor y vivir en París. Estaba obsesionado con esa ciudad, así que veía películas francesas de Renoir y otros. Para mí era otro mundo, me cautivó. Así que pasaba tres días por semana toda la tarde viendo exposiciones y filmes. Cuando era pequeño, no sabía quién hacía las películas, simplemente aparecían, era algo mágico. Pero en las revistas americanas nadie hablaba de los directores, sino de las estrellas de cine, de que si Clark Gable salía con Carole Lombard y fueron vistos en un ‘night club’… ese tipo de cotilleos con los que la gente se volvía loca, como hoy. Sólo se hablaba de algún director cuando había un escándalo, como con Orson Welles o Charlie Chaplin, que tuvo demandas judiciales por tener un bebé con una chica de 17 años. Todo el mundo siguió aquello y nadie hablaba de él como director, no había esa costumbre en la cultura americana de la época. Cuando llegué a París fue cuando me di cuenta de que cualquiera podía hacer películas.



E.S. ¿Qué le llevó a grabar filmes, a partir de 1965, si ya se dedicaba a la fotografía y a la pintura?
W. K. Yo no soy un cineasta en el sentido estricto de la palabra porque hago fotos, escribo libros, pinto y también dirijo películas. Un verdadero cineasta piensa en ello 24 horas al día cada día. No es mi caso. Siempre que he querido hacer películas, lo he intentado y trabajo en ellas todo el tiempo: diseño los escenarios, los sets, el vestuario, hago el cien por cien. Pero cuando acabo la película, quiero hacer algo más, un libro, pintar. No soy realmente un director típico que sólo piensa en sus grabaciones.
E.S. ¿Cuál es la lección principal que aprendió de sus primeros años de formación en París?
W.K. Cuando llegué a París en los 50, la ciudad estaba bastante derrotada después de la ocupación alemana, y pasaron unos años hasta que empezó a recuperarse culturalmente. Algo similar a lo que ocurrió en España con Franco. En París durante unos años no había exposiciones. Recuerdo que la primera vez que fui a ver una de Paul Klee, la gente no sabía quién era. Actualmente, todo el mundo conoce el cine independiente, sin embargo, antes, que no era tan común, en Francia prácticamente todas las películas lo eran, estaban fuera del sistema, seguían la ‘nouvelle vague’. Lo que los americanos llaman ahora cine ‘indie’. Nadie tenía dinero y llevar a cabo una película dentro del sistema implicaba que un director tuviera un primer asistente, un segundo asistente… En el periodo en el que dirigí filmes apenas había equipo ni medios. Hablaban de películas y las hacían.


E.S. En su trabajo se percibe la influencia de las vanguardias en París, parece que haya aprendido de ellas para luego deshacer ese aprendizaje y romper las reglas, por ejemplo, de la fotografía.
W.K. Sí, es un poco así. No he tenido ningún entrenamiento formal en fotografía, aunque sí en pintura. Se supone que la fotografía y cómo pensar en ella es algo que te enseñan en la escuela. Lo que me interesaba de la fotografía era el ‘collage’, algo muy diferente a una pintura, sin una composición geométrica. Yo pensaba que tomar una foto era algo mucho más libre, captar lo que ha pasado en ese momento en el que has disparado. Ahora, todo el mundo tiene una cámara y puede hacer fotos e incluso hacer una película. Es un periodo caótico, porque los ‘amateurs’ pueden hacer cosas que los profesionales hacen después de pensar mucho cómo producir algo diferente [ríe]. Está toda esa gente con sus cámaras disparando cualquier cosa y creo que es muy divertido, me gustaría ver ese material. Probablemente es muy disparatado.
E.S. Se forjó al comienzo de su carrera la fama ‘del fotógrafo-antifotógrafo’ con el uso del gran angular, los desenfoques, las sobrexposiciones, por el grano grueso y porque aproximaba la cámara buscando siempre la interactuación con el sujeto. ¿Cómo se siente ahora respecto a ese calificativo?
W.K. Me encanta pensar que lo que hice se ha convertido en algo bastante normalizado, aunque entonces fuera un escándalo. Algunos fotógrafos veían mi ‘book’ y me preguntaban: ¿por qué incluyes estás fotografías si están desenfocadas?


E.S. Su trabajo, durante mucho tiempo, ha sido más conocido y aceptado en Europa que en su propio país.
W.K. Es así. Pero, ante todo [ríe], a mí lo que no me gustaba era mi familia. Quería huir de ella. Quería ser un artista y, en mi círculo, mi padre y mi tío me decían: ¿pero vas a hacer dinero siendo un artista, un pintor o un fotógrafo? Fui pintor durante cuatro o seis años antes de empezar a interesarme por la fotografía, mientras en mi familia, y en América en general, la gente sólo pensaba en tener dinero, dinero, dinero.
E.S. Alexander Liberman, director de arte de Vogue America, lo introdujo en la moda, donde usted empleó nuevas técnicas y utilizó por primera vez la calle como escenario para sus producciones, ¿qué recuerda de él?
W.K. Vogue no es lo mismo hoy que a mediados de los 50. Ahora es como un catálogo, es como ver un supermercado para gente rica. Liberman me preguntó una vez: ¿Por qué no intentas hacer estas cosas locas en Vogue?. Llamó a un hombre, un director comercial creo, y le dijo: Cuéntale cómo es una portada de Vogue. Éste me explicó: Una portada de la revista es una chica en la derecha con ojos azules, rubia y blanca. Las letras van a la izquierda. Luego se volvió y me comentó: Nosotros hacemos Vogue para mujeres que llevan vidas de color de rosa. La moda para mí ha sido un poco como una broma. No estaba realmente interesado en ella, lo bueno es que me daba la oportunidad de aprender y experimentar con nuevas formas de hacer fotografía. Liberman vio una exposición mía de escultura en París, me llamó y me dijo si quería trabajar en Vogue, como su asistente o como director de arte. Decía que yo tenía grandes posibilidades gráficas. Así que cuando volví a Nueva York, tuve varias ideas y fui a verlo. En la redacción conocí a esas mujeres con sus sombreritos y sus pelos cardados, eran chicas de la alta sociedad que tenían mucho dinero y que trabajaban por hacer algo.



E.S. ¿Es cierto que usted intentaba evitar el contacto con las editoras de moda?
W.K. Sí, Liberman me dijo que creía que era mejor que no tuviese demasiado contacto con las editoras de moda, porque estaban todas muy locas y era mejor que no me preocupase por eso. Había dos editores diferentes en la revista con los que trabajé, pero me distancié de ellos porque la mayoría no me interesaba. Por ejemplo, había un tipo llamado Nicholas de Gaingsbourg de la alta sociedad que hacía películas y las producía. También había una mujer que no me gustó nada, Diana Vreeland. Todo el mundo la idolatraba como si fuera una santa, pensaban que era maravillosa. ¡Yo pensaba que era un grano en mi culo! [ríe]. En mi película In & Out of Fashion tomé cosas de ‘Vogue’, no trata el tema de la moda, sino de los sueños: las películas, las revistas, las ‘celebrities’, sobre todas esas fantasías. Es una mezcla de película con fotografía y pintura, aunque habla también de la inocencia. Hay un personaje de una mujer muy loca para la que me inspiré en Diana Vreeland. Ella no me gustaba, por eso no intimamos, aunque más tarde supe que conocía a muchísima gente, actores, artistas, gente famosa, y pensé: Dios mío, esta mujer era demencial, pero parece que tenía más interés de lo que yo pensé.
E.S. De entre las películas que ha rodado a lo largo de su carrera, ¿cuáles son sus favoritas?
W.K. No lo sé, cada una es diferente y única. Me gusta ‘Hollywood, California: a Loser’s Opera’, ‘Mr Freedom’… todas. Mi favorita puede que sea ‘Qui êtes-vous, Polly Maggoo’. Fue mi primer filme y estaba tan emocionado por trabajar con actores que nunca pensé que fuera un trabajo tan duro.
E.S. ¿Se ha sentido en alguna ocasión extranjero en su propia tierra?
W.K. Siempre me siento americano, tengo reacciones americanas, pero, por supuesto, soy muy crítico con mi
país. Los americanos somos los mejores críticos de nuestro Estado, como Chomsky o Michael Moore. Ellos son más conscientes de lo que pasa allí que los europeos, que siempre suelen repetir clichés sobre los americanos.


E.S. Desde la distancia, cómo ve, por ejemplo, la política internacional de la Administración Bush.
W. K. Es maravillosa [responde con ironía]. Siempre ha sido así de terrible, nunca lo he comprendido. Los americanos han estado explotando constantemente Suramérica, Europa, Asia, los países árabes… Siempre han tenido conciencia de imperio, de un imperio terrible. Incluso cuando era niño siempre me enfadaba por este motivo. Como te he contado, fui a un colegio que era muy político y en mi familia estaban obsesionados por la religión, eran fundamentalistas, y no eran nada abiertos de mente. Había una atmósfera de mucha reticencia respecto a Europa. Siempre me he sentido mal respecto a América porque para vivir el sueño americano debes tener dinero y, si no lo tienes, estás resentido en muchos aspectos con tu propio país. Recuerdo que cuando era un crío vi ‘Ciudadano Kane’. Creo que es una película fantástica, pero entonces fue un escándalo. La crítica la destruyó y, en vez de convertirse en un gran filme, allí se convirtió en una película estigmatizada. Nunca lo entendí, no me gustaba y estaba muy enfadado de que así fuera.

En la vehemencia con la que Klein habla de la incomprensión de la obra de Orson Welles uno percibe una profunda identificación. No en vano, tras su primera estancia de seis años en París, Klein regresó a Nueva York con la intención de trabajar allí y realizar el que sería su primer libro. Life’s is Good and Good for You in New York: Trance Witness Revels. Su forma de fotografiar a los neoyorquinos, como si de un etnógrafo se tratase, presagiando la aparición de trabajos como The Americans, de Robert Frank, y de fotógrafos como Diane Arbus, hizo que ningún editor americano quisiera sacar su libro a la luz. Por ello, William Klein tuvo que regresar a París donde consiguió publicarlo en 1956, ganando el premio Nadar y abriendo camino a sus siguientes libros sobre Roma (1960), Moscú (1964) y Tokio (1964).

E.S. Usted siempre se ha saltado las reglas. ¿Se ha sentido de forma consciente como un rompedor de esquemas, de moldes?
W. K. Siento que he sido independiente, que siempre he hecho lo que querido y eso me ha creado muchos problemas. Por ejemplo, me hubiera gustado que mis películas se distribuyeran en Norteamérica, pero allí siempre he sido considerado una persona fuera de la ley. A los estadounidenses no les gusta la gente que vive en Europa, piensan que somos sospechosos de algo. Mis mejores amigos pintores que vivían en París tuvieron que volver a América para jugar el juego y conseguir formar parte de la escena de allí. Incluso en el ambiente de la fotografía no conozco a los críticos, a los comisarios… y tampoco me importa [ríe]. Creo que soy una figura incómoda
Entrevista de Cristina Carrillo de Albornoz para  XLSemanal.

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